Arcadia la vaca chata fue aprehendida y llevada a la cárcel de la comunidad, allá por la Cieneguita. Nadie lo quiere creer; una vaca tan amable y tan bien educada ─comentan ratones, palomas y moscas del vecindario. Con sus ojos exorbitados se pasó el día rumiando y mirando la pastura a través de los barrotes melancólicos de su celda. Sólo un poco de agua se le ha dado a la prisionera.
Poco se puede decir en su defensa, fue detenida por la policía in fraganti, Manduro, el cerdo y Espermio, el burro, se encargaron de llevarla a prisión y así quedó asentado en actas. Arcadia, la vaca chata, fue encontrada culpable de destrozos en propiedad privada; media barda de púas abatida y decenas de mazorcas desperdigadas por los suelos. Conforme se fue avanzando en las indagaciones y al analizarse las materias fecales asentadas en el sitio del delito, se le sumaron los cargos de faltas al orden, ornato y moral publica, así como portación de armas exclusivas de destrucción masiva, que por desgracia nunca aparecieron.
Todo sucedió muy rápido en la madrugada y como atenuante se puede argumentar que la vaca chata no fue la única causante de los destrozos, ya que su hijo Josejo ─un becerro moro, inquieto, de cuerpo robusto y de brios juveniles─ se encargó de buena parte para luego salir huyendo, dejando a su madre atorada en los festejos del entuerto. Josejo, fue declarado prófugo de la justicia y se solicitó su búsqueda cual vulgar forajido.
Antes de que se emitiera la orden de aprehensión, la autoridad: cerdo y burro, ya habían atrapado al que se supo mucho después fue Martirio, un becerro vecino que en la confusión, parecido e imperativo de ejercer justicia inmediata, aseguraron su declaración de culpable por medio del Peñafiel, pero al ser éste de limón, hubo un pequeño exceso que llevó a Martirio a declararlo, poco después, desaparecido del relato.
Un falso culpable, no se podía permitir la Justicia y menos si éste probablemente iba a aparecer suicidado. Se tomaron medidas determinantes, el toro don Pulcro bramó en una reunión de inteligencia en tanto representante del honorable Ministerio Público: Mmmmeeeensooossss (que en nuestro ilustre idioma se traduce como: nadie está por encima de la ley, atrapen al verdadero culpable). Manduro grunó y Espermio rebuznó, atendiendo puntualmente la orden se dieron de nuevo a la caza de Josejo; hijo de Arcadia la vaca chata, cómplice, coautor y fugitivo.
Resultó que la chata tenía, como todos, conocidos: Casimira la gallina, al llegar a la celda le cacareó: kco kco kcolmo (algo así como: Ave María Purísima, mira dónde te tienen), y por ser santa creyente, le recomendó mugir en oración y entregarse a la voluntad del Espíritu Santo; Disandro el coyote, en su visita le aulló al oído, que tenía importantes conocidos y que con que le adelantara un poquito de alfalfa, podría hacer cantar al muerto. El caballo resopló y el zorro gañó, recomendándole ambos hablarle a su pariente el viejo Buey, Manuelo, que fue político empresario y que en ese tiempo y siempre, se encontraba retirado tomando vacaciones en su yate por el Mediterráneo.
Haciendo uso de su derecho, Arcadia tomó el teléfono para llamar a su influyente pariente, el Buey y le dijo: mmmmmmuuuuuuullllllaaaa (“mira que te necesito” traducido a nuestro idioma).
El manto de la justicia iba apacible y dulcemente cubriendo los hechos, hasta que gracias al pitazo del gorrión y la salamandra, que engolosinados por la recompensa ofrecida, dieron con Josejo: el becerro moro se encontraba berreando en un establo de lujo; sin brío, herido y debilitado por la enfermedad. Al parecer cuando supo que lo andaban buscando, se la pasó huyendo ─de la mano inexorable de la justicia─, por túneles y laberintos, ayudado por chacales, topos y un regimiento de cucarachas.
El muy respetable veterinario, Lucio el ajolote, dictaminó que Josejo no se encontraba en condiciones para enfrentar a la justicia y se requería la presencia de su madre para amamantarlo y así salvarle la vida.
De inmediato se llegó a decir que todo esto era una farsa. Las Cacatúas clamorearon, lombrices, pericos, dimes y diretes, hicieron gran alboroto. El gallo llamó a corneta, el cuervo cerró los ojos, el búho ululó dudando y lo que es peor, los borregos estaban balando muy desorientados: que Arcadia conocía gente influyente, que tenía palancas, que era la mano del terrorismo internacional fundamentalista, que si todo esto era solamente un reacomodo de las mafias, que Josejo en realidad no se encontraba enfermo y que todo ello tenía un fondo político incierto.
Ante el apremio provocado por los medios, hubo necesidad al más alto nivel de hacer consultas y consejos.
No se podía dar mala imagen ─mugió ante los medios el toro, don Pulcro, recién ascendido a Procurador de Justicia, repitiendo la consigna─, había que dar un claro y contundente ejemplo a la comunidad. Demostrar, de una vez por todas, que la justicia es realmente ciega, que los actos tienen consecuencias y que el que la hace la debe pagar. Nada de impunidad, palancas o corruptelas.
La determinación fue salomónica, o algo parecido: se dispuso inculpar a Fortunato y a Caramelo, un par de chivos ─eso sí, del mismo establo─, que al enterarse de su fortuna balitearon: ¡bbbbbbbendícemeeeee dioooossssitooo ssssannnntooooo!, (“¡No la amuelen, búsquense otro!” traducido a nuestro idioma) inculpándose diciendo que actuaron disfrazados de vaca y becerro desalmados, Hechos corroborados por dos testigos protegidos: una mariposa Monarca que por seguridad se guarda en el anonimato y Leandro el chacal.
Sin mediar duda alguna, los chivos fueron aprehendidos y sustituyeron a los anteriormente culposos, para completar encerrados el término de la pena que nos trajo hasta aquí y así salvar al menos la moraleja.