“Gamigael la tomó firmemente y los dos se vaciaron, cada uno en el otro” Capítulo III, versículo XVIII del libro De los Sentimientos.
Elisa había pasado mala noche, una vez más amaneció con un sentimiento de pesadumbre y angustia infinitas, su relación con Pedro pasaba por momentos de hastío, monotonía, abuso y desilusión.
La velada había sido agitada, Pedro había llegado muy tarde y esto provocaba en ella la vigilia y el desfile -por su atormentada mente- de escenas desagradables y angustiantes sobre el paradero de su esposo. San Miguel no ofrecía alternativas para los desvelos de Pedro. Con algunas copas llegó casi de madrugada y le explicó a Elisa, no sin enojo, que había ido de emergencia con la carreta a Atotonilco, a fin de traer al cura Fernando para dar los sagrados sacramentos a la madre del patrón. Ella quiso creer las palabras de su hombre y se dejó vencer en la violencia sexual del reclamo de Pedro por haberse preocupado y poner en duda sus palabras.
Al amanecer se sintió doblemente humillada y el recuerdo de la noche se metió en el desayuno; tortillas, frijoles y café se confabularon para causar un nuevo reclamo de Pedro, esta vez fue callado, de indiferencia, de un golpe en la puerta sin mirada ni beso de despedida. La angustia y desesperación de Elisa contradecían el sol radiante de ese día, su pesadumbre no tuvo descanso, todo lo contrario, fue creciendo al ir de compras al mercado de San Juan de Dios y no escuchar información alguna sobre el padecimiento y posible muerte de la madre del patrón. Para ponerle mas hiel al cuerpo, al medio día, camino de regreso se cruzó con Juana, antigua novia de Pedro; altiva, pretenciosa y retadora. Elisa perdió el piso y trató de encontrar, en el fondo de su angustia a la Elisa, inquieta, alegre y llena de ilusiones que fue algún día.
De pequeña fue la consentida de su padre, su belleza e inteligencia las hacían sobresalir entre sus cinco hermanos. Elisa era la menor y recordaba con añoranza y melancolía la libertad que sentía al acompañar a su padre, de niña, en largas caminatas junto al río, pescando, atando ramos de flores, atrapando ranas y culebras.
De su matrimonio poco se podría decir, casi todo dentro de la “normalidad”. El con sus 17 años generosos y bien plantados, ella en sus 14, bella y llena de esperanzas. Las familias se conocían y eso ayudó a acelerar la unión. Cinco años habían pasado y los críos no habían llegado, sumándose esto, a las dificultades naturales que se presentaban ya, entre un marido celoso y una esposa bella e inquieta.
No podía entender porqué amaba tanto a Pedro si su vida con él contaba con muy pocos momentos de alegría. El tiempo compartido se reducía al catre, desayuno, cena y al silencio. Él se molestaba cuando Elisa le hacía plática o cuando ella salía a platicar con otras mujeres y era inconcebible la posibilidad de intercambiar comentario con algún otro hombre.
El sentimiento de estar encerrada en una botella se apoderó de ella poco a poco por la tarde, haciéndole más pesadas las tareas de la casa y, poco antes de iniciar los preparativos de la cena, el vació se concentro intensamente en su vientre, paralizándola y doblando su cuerpo en un dolor sin llanto. Las lágrimas llegaron al freír la manteca y el diluvio salió de su interior al cortar los chiles y cebollas.
Pedro llego esa noche fatigado y de mal humor. Lo amargo y lo insípido de la cena lo llevaron a la explosión de sus frustraciones y le dio a Elisa, sin misericordia, una tormenta de reclamos y recordatorios que amainó con la indiferencia del silencio. Elisa aguanto con el poco llanto que le quedaba y salio de casa al encuentro con la desesperación de su fatalidad.
La noche estaba estrellada, sin luna, fresca y con una brisa que invitaba a la libertad, Elisa se dejo llevar por ella y, sin tiempo, ya había recorrido medio San Miguel y caminaba a la vera del río. Poco a poco su espíritu tuvo un momento de calma al recoger en su mente pedazos de armonía, alegría y calma de su pasado. Su realidad la llevó a inventarse una nueva vida, en no sabe donde, con no sabe quién y sin un cuándo preciso. Se recostó en la humedad de la yerba y soñó que estaba despierta, navegando en su vida, dueña de su destino, lejos de su corazón.
El tiempo se perdió y al regresar a casa su esposo la recibió con una furia, inaudita e incomprensible para ella. La sacudió, la insultó, la golpeó, la violó y la golpeó de nuevo. Elisa quedo tendida en su dolor, aceptando, de cierta manera y con cierto placer; su culpabilidad y destino.
Pedro salió de la casa, montó en su dolor y cabalgó toda la noche en la ira de sentirse un hombre engañado. Camino a Querétaro chocó prácticamente con una columna del ejército de Santa Anna, lo levantaron, le quitaron su montura, le cargaron un fusil al hombro y lo enfilaron hacia su destino. Elisa se quedó en casa esperando otro relato.
“Es bueno saber que nuestra soledad se puede acompañar” Capítulo I, Libro de los Sentimientos
Bjorn Larsen, rebautizado en la frontera mexicana como “El Oso”, respiraba con mucha dificultad, el sol al cenit y el resplandor de la planicie deslumbraban su hirviente y desorbitada mirada. Sospechaba –en instantes de lucidez- que podían ser sus últimos minutos de vida. Su cuerpo era arrastrado en una improvisada camilla por sus compañeros de relato, los irlandeses; Peter O’Neil, mejor conocido por la tropa mexicana como “Pitonil” y Stephen Dedalus. De tiempo en tiempo, también ayudaba en el arrastre, Pedro Martínez, oriundo de San Miguel –enrolado en el ejército de Santa Anna fuera de su voluntad y desertor a pesar de la misma-, quien hacía de guía en el grupo.
Para “El Oso” era inconcebible haber sido arrastrado por una eternidad sin ver agua, sólo un horizonte de piedras calizas, cactáceas, víboras, lagartijas y temperaturas extremas de inicios de marzo del 47. En sus delirios le llegaban visiones y los olores húmedos de su patria: bosques, nieve, lagos, mar y fiordos. Había nacido en una pequeña aldea en las montañas marítimas de un fiordo nórdico, a una veintena de kilómetros de Trondheim. De pequeño se mudó con su familia a Cristiania, capital del Reino de Noruega. Navegando en sus orígenes, mojado en sus alucinaciones y fiebres, Bjorn repetía: jeg vil elske dette land, jeg vil elske dette land.
La suma de la pobreza, con el dominio Danés y Sueco, así como la pandemia del cólera, acabaron con su familia1. Su deseo de aventura, lo llevó por mar a Irlanda y en Dublín, azotado por la potato famine, en el vértigo de una serie de borracheras, conoció a Peter y a Stephen, a quienes hizo sus camaradas y con quienes se embarcó en una fragata inglesa, al nuevo mundo llamado : América. Llevando como equipaje su deseo de una vida mejor.
Su camaradería con los irlandeses y la falta de opciones lo llevaron a enrolarse en el ejército Yanqui. Sus balbuceos en el idioma, simplicidad, alegría frente a las adversidades de la vida, sentido de la amistad y su destino, se acoplaron perfectamente al carácter de sus compañeros. Todo iba más o menos bien, hasta que los enviaron a la frontera de Texas, al fuerte Brown (a las orillas del Río Grande –frente a Matamoros-, al mando del general Zachary Taylor) donde se preparaba la invasión del noreste de México.
1 El Reino de Noruega fue hasta 1814 parte del Reino de Dinamarca. Al final de las guerras napoleónicas, Dinamarca cedió Noruega a Suecia. En ese momento Noruega declaró su independencia, pero Suecia no la reconoció y restableció su dominio por la fuerza. En 1829 se inicio la conocida segunda pandemia del cólera, de la cual no se sabe si se originó en China o en Astrakhan, para 1830 se diseminó a Resht y Baku en el Mar Caspio. El cólera alcanzó Moscú, Finlandia , Polonia, Austria y Hungría. Posteriormente en 1832 llegó a Irlanda, Francia, Bélgica, Holanda, Noruega y otros países.
Si bien todo lo anterior no era ni del agrado ni del desagrado de Bjorn, la cosa empeoró cuando se tuvo que convertir en “El Oso” –arrastrado por los caprichos del relato de su vida- cuando sus compañeros decidieron cambiarse de bando y pelear del lado de los mexicanos. Una cosa era haber acompañado a Peter y Stephen a la misa y a la fiesta en Matamoros y otra era el colmo de la cosa; ser desertor del ejército Yanqui y pelear del lado de los más débiles y desorganizados, bajo la promesa de honores, una buena paga y tierras comparables al paraíso de Odin.
En una escaramuza en la batalla del Chupadero2 Bjorn fue herido por la astilla de un proyectil yanqui que llevaba especial dedicatoria para el Batallón Irlandés. En ese momento, inicio su peregrinar: primero, en el desconcierto de la batalla y la desesperación por ponerse a salvo, luego, en su soledad existencial, al avivarse el dolor de la herida conforme aumentaba el frío y la oscuridad del desierto.
No supo cuándo lo encontraron sus compañeros, ni cuántos días llevaba siendo arrastrado. Presentía su destino como una cadena de engaños, malos entendidos, traiciones, pérdidas y abandonos. De sus padres y hermanos que se los llevó un Troll, el hambre y el cólera, de su patria que le dio y le quitó con creces, de la mujer de su vida que no había conocido, del ejercito yanqui que con un salario de miseria pretendía mandarlo a una guerra extraña, de los mexicanos, de los que desconfiaba por sospechar que sería en esta tierra donde le arrebatarían la vida.
Bjorn abrió los ojos a orillas del río Laja a las proximidades de Atotonilco. Peter lo despertó poniendo en su boca bingarrote, el aguardiente lo regresó momentáneamente al grupo. Stephen, quien hacía de líder natural, consideró que no era conveniente entrar a ninguna población a pesar de la gravedad de su compañero. El ser desertores del ejército yanqui y la posibilidad de ser considerados desertores del ejército mejicano eran razones suficientes. Sumado a lo anterior, su poco conocimiento del idioma y la cantidad de opiniones que había escuchado sobre los mexicanos acrecentaban su desconfianza: que si eran flojos, doblecara, bandidos y bárbaros. Pueblo dividido en un país extremosamente dividido. Pueblo de peleas: centralistas contra federalistas, liberales contra conservadores, criollos contra mestizos y éstos contra los indígenas. Realistas con ínfulas de monarcas europeos, envidiosos de los bolsillos ingleses y norteamericanos. Mexicanos que quieren ser españoles, franceses, ingleses, norteamericanos y por lo visto la mayoría del pueblo que no quiere ser extranjero, sino solamente poder comer en paz.
2 Mejor conocida en México como la Batalla de la Angostura y en los Estados Unidos como Buena Vista Batle, que se realizó a finales de febrero de 1847. El ejército mexicano al mando de Santa Anna logró detener en ese lugar la avanzada Yanqui, al mando del general Taylor, pero tuvo que retirarse por falta de aprovisionamientos. Para agosto del mismo año cayó la Ciudad de México en manos de los norteamericanos trayendo como consecuencia la pérdida de buena parte del territorio que se formalizó con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo en febrero de 1848.
“El vacío con amor se llena y llega a desbordarse”. Prólogo al Libro de los Sentimientos
Pedro, después de meses de ausencia, fue de noche a su casa, a la distancia, envuelta en una tenue luz vio a Elisa, su esposa. No tuvo el valor de entrar ni de tocar a la puerta, prefirió realizar su encomienda, ir en la búsqueda de Josefina, la vieja curandera, para llevarla donde sus compañeros de batallas y tratar de darle a “el Oso” otro destino.
Peter O’Neil -“Pitonil”- y Stephen Dedalus esperaban a orillas del río, refrescando la herida de Bjorn Larsen, cuando llegaron Pedro y la curandera Josefina. No sin dudas, dejaron que esta última actuase sobre “el Oso”, que tendido, en sus fiebres y delirios, no podía opinar sobre su condición. Josefina dio un pequeño empujón a Pitonil, éste lo trasladó instantáneamente a su casa en Rathgar, en los suburbios de Dublín, cuando, de pequeño, la partera del lugar, una vieja matrona colérica, lo hizo a un lado para que no estorbase en el parto de su séptimo y último hermano, Benjamín, que lo dejó sin madre.
Su abuela materna se hizo cargo de el y sus hermanos, como el Dios cristiano le dio a entender. Los O’Neil -apellido por cierto de la madre ya que la abuela siempre se negó en nombrarlos de otra manera-, tuvieron destinos diversos y en buena parte lamentables, Peter dejó Irlanda, se enroló en el ejercito norteamericano, participó en los preparativos de la invasión del norte de México y cambió de bando, por seguir a Stephen y las promesas e insistencia de John Riley3 y de Patrick Dalton. Ahora se encontraba tratando de huir de si mismo y de su pasado, cuando la curandera le removió sus entrañas.
3 Organizador de la legión de extranjeros para el ejército mexicano en Matamoros. Reclutó a más de 200 hombres, la mayoría de éstos Irlandeses. Se convirtieron en desertores del ejército norteamericano al seguir la bandera -de seda verde con un arpa y un trébol, conteniendo la leyenda: Evin go braga, “Irlanda para siempre”-, del Batallón de San Patricio.
Josefina mandó a Pedro por algunas yerbas a San Miguel, a dónde Don José. Después de discutir, se decidió que Peter lo acompañase. Ya en San Miguel, el sol despertaba el campanario de la iglesia en el barrio de San Antonio. El yerbero, Don José, atendía a tres mujeres cuando llegaron nuestros personajes:
“Hablar de la hiel no es sólo una palabra, porque en un rancho lo que dice la persona, quítele la hiel al animal que mata para que no amargue la carne, así como una persona mata una gallina en la casa y no le quita la hiel, se le amarga el caldo, a nosotros también se nos amarga la vida por la hiel del satánico en nuestro cuerpo. Esta es el árnica maravillosa planta, namás con una condición, que la persona que quiere curarse por medio del árnica, no vaya a tomar la planta o lo que es el tallo, lo que se utiliza es esto miren, la flor. No hay que tomarla en gran cantidad, como máximo sólo diez flores lo que se debe para el ardor interno. La misma flor le sirve a las que sufres diarreas fétidas, también para eso le sirve el árnica, ya cuando la quieran hiervan, se usa para lavar heridas, yagas y golpes”. Pedro trató de interrumpir, pero el yerbero no se inmuto.
“Ahora miren, esta se llama hoja de alcachofa, traída de Benicarló4, les sirve, hay una persona que venga sufriendo de dolores cólicos en el lado derecho del estómago, esa persona sufre bastante y debe tener mucho cuidado, sobre todo cuando llegue hacer fuertes enojos o un susto, mire, hierva usted la hoja de alcachofa tómesela diariamente al amanecer, levantándose, hierva usted mire, un pedacito, tiene usted por ejemplo acaba de hervir, un señor, se llama Saúl, este señor estaba muy enfermo, tomaba mucho, verdad, ya lo veíamos hasta abotargado ya completamente y mire cuál fue su remedio. Ahora miren como van a usar esta otra planta, la salvia, para el enfermo de los nervios y no solamente para eso les sirve también a la mujer que sufre hinchazón bajo el estómago, endurecimientos, enfermedades de las mujeres, para eso sirve también la salvia”. Con una mirada de enfado y desesperación PItonil azuzó a Pedro para interrumpir y comunicar la urgencia de su comanda, pero el curandero, como si nada, continuó:
“Miren la doradilla para qué, para la persona que sufre ardor en la espalda, dolor de cintura. Le voy a decir mire como, van a usar la cancerina para los ardores dentro del estómago. Cómo van a usar la ruda, para la que viene sufriendo de los nervios, aquella persona que guardan una cosa y al rato no dan razón de nada, esa persona debe tomar esto, la ruda. Cómo van a usar la raíz del matarique. Enferma de los nervios, vemos que anda toda temblorosa, llega a perder el sueño, padece punzada, una dolencia en el cerebro, no pueden hacer un corajito pequeño, un sustito ligero por que aquella persona se pone a temblar, hay que sin razón, aquella tristeza, aquella melancolía, ganas de llorar, a esa persona se la vamos a dar de tomar, no puede tomar un vaso de leche si no le obra de purga, la vomita cuajada, que no puede tomar un taco de huevo, de aguacate, de chicharrón, le empieza ese tronadero en el estómago y al ratito se pone uno así de hinchado, viene el cólico bajo la última costilla deste lado, ahí donde el Señor trajo a la mujer, manchas en las manos, en los brazos y en la cara y, el aliento fétido, pues miren cómo se va a tomar a diario, a la persona que viene sufriendo de corajes, ah si, de corajes.” Al terminar la frase, Don José vio a los ojos de Peter y le dijo; Wait while you wait. Hee, hee. Wait while you wait. But wait. Tomó un itacate, se los dio a Peter y señalando unas yerbas se acercó al oído del irlandés para decirle: He will recover, destiny has prepared him a different death.
4 En Benicarló se asentaron los árabes con posterioridad al año 711 de nuestra era, prolongándose su presencia a lo largo de más de 500 años, durante el cual se islamizó la vida y costumbres de aquella pujante alquería de nombres Benigazlún y Benigazló. Sobre este nombre de Benigazlún, proviene del árabe Beni-Gazlún, a sea descendientes de los Gazlún, un grupo berebere asentado por tierras del norte de Castellón y sur de Teruelón. Respecto al origen del cultivo de la planta de la alcachofa en Benicarló, se pierde en la memoria del tiempo.
“¿Qué, la muerte tiene sentido en todo esto?” Último capítulo del libro De los Sentimientos.
La noticia del regreso de Pedro llegó a Elisa desgranando maíz, sus dedos perdieron el ritmo y se arremolinaron. Se presentó de inmediato, fulminante, ese intenso dolor en la boca del estómago que la obligó a doblar su cuerpo y llevar sus manos al vientre. Había pasado más de medio año que su esposo prácticamente había desaparecido. El aviso, destruyó la defensa de su desmemoria y trajo el recuerdo, del que había sido su único hombre y de su insípida vida matrimonial.
Después de la violenta partida y abandono, Elisa sufrió la muerte de su padre, sin aviso, repentinamente, como se acostumbra. Su dolor fue inconmensurable, esta muerte dio puerta a un vertiginoso remolino de sentimientos y emociones, de tenencias y carencias. Vivió una vez más los recuerdos íntimos que pasó con él, recordó también, repetidamente esos buenos momentos de felicidad vasta, que la llevó al alegre llanto, al mirarse a si misma en su regazo, frente a la fogata, junto al río.
Al momento de ir a ver el cadáver, la golpeó la angustia de decirle lo que nunca le dijo, decirle la infinita necesidad de adentrarse, con todo lo que era, en el espíritu de su padre y ella ser, al mismo tiempo, en plena fusión, parte de él, para decirse lo mucho que se quieren y reconocerse como almas, de padre e hija, acompañándose en la soledad del momento y de la eternidad. Le dio miedo y una inmensa tristeza lo efímero; lloró de regreso a casa, lloró a la vera del río, lloró en los sembradíos, lloró en su hogar, al preparar la comida, al lavar los trastos, en sus sueños y al despertarse, lloró tanto. Fue en el diálogo con su Dios y en la infalible ayuda de la fe, donde encontró la fuerza para contener el llanto y la dimensión desértica de su tristeza.
Por un tiempo Elisa se sintió más sola, pero poco a poco -forzada por la omnipresencia de su existencia y por la expresión del misterio del relato de su vida-, gracias a la fortaleza de su espíritu, fue remodelando el sentido de su existir cotidiano y de su destino. Se sintió así, más ligera y con mayores libertades. Su vida entró en otra dimensión, después de unas semanas de extrañeza y desconcierto, sin darse cuenta, en compañía de su muerto, comenzó a olvidase de su vida de matrimonio con Pedro y pasados los meses ya se había olvidado de su olvido.
Notó los cambios al ir a lavar la ropa al río, sus manos se alegraron al extrañar los ásperos pantalones y camisas de su esposo, remarcó la textura de sus prendas, el nuevo peso del canasto y la ligereza en el trato con las otras mujeres al fregar la ropa. La corriente del río en su mente, le fue dando forma a nuevas posibilidades de vida.
Se decidió ir a la escuela del Oratorio para asistir al cura en sus clases de lectura y catecismo. Su entrega a los niños fue sin condiciones, Elisa encontró ahí a su nueva familia. Su luz interna llegó de nuevo a dibujar la alegría en sus labios y el brillo en su mirada. Disfrutó de nuevo preparar sus alimentos, experimentaba en nuevos sabores y aromas, le ponía gran colorido a sus platos y disfrutaba infinitamente cuando sus estudiantes comían ávidamente lo que les llevaba. Elisa se sentía bien con ella misma, la nueva Elisa, la viuda Elisa, la bien abandonada.
Se enteró que Pedro se encontraba cerca de Atotonilco con tres extranjeros y que uno de ellos estaba mal herido. Supo que vino a San Miguel con Don José el yerbero, a comanda de la vieja Josefina, quien se había hecho cargo del enfermo. La confusión de los relatos, el atropello de las noticias y el sueño que tuvo –donde Pedro en forma de águila la tomaba entre sus garras para llevarla a su nido y ahí abandonarla en su soledad-, empujaron su curiosidad. Tomó camino a Atotonilco sin saber realmente con qué intención.
En su larga caminata trató de encontrar salida a la fatalidad de su destino, se imaginó que Pedro había cambiado y que sería feliz con el. Finalmente, pensó que hay amores que silencian su rutina. Al tropezar con una piedra, llegaron a su mente imágenes inquietantes de un universo de infidelidades, deslealtades y traiciones. Era el ambiente de la época que se encarnaba en su caminata. Talvez su esposo ya vivía con otra buscando los hijos que ella no había podido darle. El día avanzaba, la luz rosada y violeta de marzo, al poniente, fueron calmando su espíritu y sin tener certeza, presintió la presencia de Pedro en las cercanías.
Tomó camino junto al río, conforme avanzaba su cuerpo fue ganando peso, sus piernas y su voluntad presentaron síntomas de cansancio. Ante la dificultad de decidirse en continuar, prefirió meter sus piernas al río y así refrescar sus pensamientos. La apacible corriente fue llevando su vista hasta Stephen Dedalus que se acercaba en la orilla de enfrente. En un largo instante, por una mirada en el río, Elisa miró a los ojos claros de Stephen y Stephen miró a la mirada de Elisa.
“De una manera callada irrumpe el grito desnudo del amor y en su silencio ensordecedor confunde nuestra razón.”
Conclusiones del libro De los Sentimientos.
La disyuntiva sentimental que envolvió a Elisa atormentó su espíritu, el regreso de su esposo -después de un largo abandono-, sujetó su alma, mientras que la mirada que se posó en su mirada -de Stephen, el irlandés-, revolucionó su imaginación en el torbellino de sus deseos por un futuro más ligero, pero incierto.
Por su parte, el destino de Peter O’Neil (Pitonil) y de Bjorn Larsen (el Oso), quedó sellado al momento en que decidieron reinsertarse en la batalla, perdida de antemano, contra el ejército yanqui en la Ciudad de México. Partieron en carreta a Querétaro, para luego emprender el viaje a la región más transparente para morir ahorcados5, previamente rapados y castrados, después de haber sido reconocidos, de una manera fortuita, por una patrulla del general Winfield Scott, como desertores y miembros del Batallón de San Patricio6. Sin gloria, en una cadena de confusiones y en el olvido, terminaron el relato de sus vidas, sin la oportunidad de defender con rabia y coraje lo que nunca pudieron comprender.
5 En el bolsillo de Pitonil se quedó, perdida para la posteridad, una carta dirigida a un amigo de Dublín en el que se lamentaba de los prejuicios que existían contra los mexicanos: “Be not deceived by the prejudice of a nation that is at war with Mexico, for a frendlier and more hospitable people that the mexicans you will not find on the face of the earth.”
6 El batallón de San Patricio tuvo su última participación en la defensa de la Ciudad de México en la batalla de Churubusco, ahí, los que no murieron fueron hechos prisioneros (59 soldados) y pasados posteriormente por las armas o ahorcados (46 de ellos) en San Ángel y en Mixcoac, entre el 10 y 13 de septiembre de 1847. Los pocos que se salvaron, fueron castigados con 50 azotes y marcados con la letra “D” con un hierro candente. En los registros no aparecen Peter O’Neil, ni Bjorn Larsen, de ahí el reconocimiento que se les hace en este relato.
En San Miguel llegaron lluvias torrenciales, Elisa, envuelta en su desesperación, fue a rezar a la iglesia de San Francisco y ahí, empujada por las contradicciones de su ser y de sus sentimientos, en la vorágine de su angustia y desesperación, pidió a su difunto padre que la ayudase. Fue tal su fervor que en un instante inexplicable y milagroso, se abrió el tiempo en un mundo paralelo y Elisa se bilocó7.
Una Elisa tomó la determinación de no volver con su esposo, la otra Elisa decidió fugarse con Stephen.
La Elisa que se quedó en San Miguel, dejó naufragar en la corriente del río su matrimonio e ingresó al convento. Empacó su arraigo a la vida y olvidó su pasado llevando en su corazón solamente a su padre. Fueron los anchos muros del convento de las monjas dominicas los que la protegieron de su desmemoria, se refugió en la cocina entregando su imaginación a la confección de nuevos platillos y el tiempo desgastó su existencia hasta reducirla en los condimentos de su última oración.
La Elisa que huyó con Stephen, envolvió su existencia en un amor fantasioso que recobró la luz el verse en Irlanda, después de haber sido arrastrada en un periplo que la llevó al sur de México, a Panamá y de ahí a Europa. Pobres, con lluvia verde en sus cuerpos y con un hijo en el destino, Elisa y Stephen llegaron en el otoño del 48 a Irlanda y se establecieron en Rathgar, en los suburbios de Dublín.
Stephen no pudo soportar el fracaso de su regreso y se perdió silencioso en las colinas húmedas en el musgo de sus recuerdos. Elisa dio a luz8 y poco tiempo después, murió al ser arrastrada por una ráfaga de viento helado que estremeció su cuerpo, elevó su espíritu y selló sus labios.
Las dos muertes de Elisa se suscitaron en el mismo instante, su cuerpo físico no tuvo descanso en sepulcro alguno y su espíritu quedó eternamente atrapado entre los muros del convento de las dominicas y en un país en donde nunca pudo hablar de nuevo.
7 Este hecho milagroso no pudo ser comprobado por nadie y ni siquiera por los religiosos de la época. De haberse constatado, ahora seguramente tendríamos una santa más en México; Santa Elisa de San Miguel.
8 Varios biógrafos y acuciosos especialistas, insisten que el hijo de Elisa y Stephen Dedalus, llamado como su padre, es el mismo que aparece en la novela “Ulises” de Jaimes Joyce.